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Un debate pintoresco |
Un buen amigo y vecino de quiosco en la blogósfera
ha lanzado una serie de preguntas al aire a sus amigos tradicionalistas. Más que serie, podemos considerarla como una ráfaga, una ráfaga de disparos disímiles, abigarrada y desordenada (pues mezcla
elementos pastorales con doctrinales, accidentes opinables con elementos
sustanciales de concepto) exasperada en algunas partes (las preguntas, por su
misma forma, están cargadas de contenido, no siendo tan claro el propósito de
verdaderamente saber la respuesta, sino de realizar asunciones, acompañadas de alusiones gratuitas y argumentos caricaturizados -“¿y les seguimos gritando cosas en latín
muy precisas?”-, obviedades algo
pueriles solo comprensibles como recursos retóricos gratuitos: -“¿Se equivocó esta vez Dios? Si es así no
es Dios”-); sin embargo, en los tiempos que corren, son estas preguntas de los más sinceros e incluso “alturados”
(¡guarden con el feologismo!) reparos que se hacen, por estos lados,
a los católicos que, queriendo solamente
conservar en su integridad la fe de sus ancestros, manifiestan su perplejidad y rechazo a las innovaciones de
signo revolucionario que “por alguna grieta penetraron en la Iglesia de
Dios” (Paulo VI) hace cierto tiempo y de las que el presente pontificado no es más que la culminación.
Porque de un tiempo a esta parte parece que
estamos en open season para matar mensajeros. De manera
similar –mutatis mutandis- a la forma
cómo reaccionaban algunas autoridades o figuras eclesiásticas e incluso simples
fieles respecto a las antiguas travesuras
de Marcial Maciel o a los primeros
conatos de maldades tremendas contra
sextum en Irlanda o en instituciones religiosas de nuevo cuño, pareciera
ser que el escandaloso es el que denuncia
el escándalo, no el que lo comete. Y
como sabemos, escándalo quiere decir piedra de tropiezo. Imaginémonos que en
medio de un camino en la noche más oscura, vemos con nuestras linternas
–linternas que conservamos a pesar de las voces de algunas autoridades que, contra todo derecho, nos ordenaron
apagarlas- cómo alguien pone una piedra
en el camino, un skandalos que
hará que los viandantes se tropiecen. Gritamos: ¡Hay una piedra de tropiezo!
¿Quién podría acusarnos de escandalosos? Quizá solo los muy malvados –que
quieren que la gente tropiece- o los muy tontos –que, por haber sido
manipulados en su sensibilidad por los primeros, sienten
“pena/dolor/asco/rechazo/sentimiento-de-culpa” ante cualquier verdad gritada
por voces ajenas en medio de la noche
y reaccionan con violencia (es decir, sin orden) -. Hasta aquí el fin de esta parábola. Probablemente hemos de volver a
ella en el transcurso de nuestras
respuestas.
No es, aparentemente, ese rechazo
violento y sentimental el caso de Roncuaz. Nos atenemos a su
intención explícita: “Ni retórica ni trampa, intento sólo hacer
preguntas sinceras”. Conocemos, además, su usual buena voluntad, así
que comenzamos a responder. Aunque es una tarea difícil –precisamente por su abigarramiento- dividiremos las
múltiples preguntas en bloques que compartan un sentido similar, en la medida de lo posible.
¿Cómo debe ser la Iglesia de hoy según tú?
La pregunta misma se resiente de un espíritu
secularista e incluso comercial. Parece la pregunta del focus
group de algún producto o la encuesta previa de un sínodo de obispos
relativistas. O un FODA. Porque el “según yo” o el “según tú” no tienen sentido
respecto a lo que “deba ser la Iglesia hoy”.
La Iglesia es la misma, ayer, hoy y siempre. Y
su deber es rendir el culto perfecto a Dios y salvar las almas (a través de ese
culto, que es la oblación perfectísima del Hijo al Padre, a través del Espíritu
Santo). Lo que uno quiera o piense al respecto no altera esta realidad.
Evelyn Waugh, ese novelista católico genial,
describía cierto pensamiento de Guy Crouchback, personaje principal de la
trilogía entre épica y satírica Espada de
Honor: “Algunas veces se imaginaba acolitando la última
Misa del último Papa en una catacumba en el fin del mundo”
Al margen de las imaginaciones y gustos
particulares (algunos de ellos muy particulares) de Guy, podemos repetir lo que
dice fray Antonio Royo Marín – uno de los mayores teólogos del siglo XX, tristemente
olvidado por no acoplarse a los nuevos vientos soft en teología- “Una sola misa da
más gloria a Dios, que toda la gloria que le dan los ángeles y los santos,
incluida la Santísima Virgen, por toda la eternidad”.
Esa Misa en la catacumba es la Iglesia: ayer,
hoy y siempre.
¿Cómo llegar a personas que ya no
tienen la más remota idea de metafísica, de símbolos sagrados, de liturgia, de
sillas gestatorias? ¿Los abandonamos sin más y les seguimos gritando cosas en
latín muy precisas pero que no entienden? ¿De qué se trata eso de ser griego
con los griegos y romano con los romanos?
Preguntas cómo “llegar” a ciertas personas que
no tienen “ni la más remota idea”, ignorantes o degradadas. Pues permíteme
darte una respuesta “innovadora”: se “llegará” a ciertas personas como siempre
lo ha hecho la Iglesia.
Recordemos que los francos eran un pueblo
seminómade “sin la más remota idea de
metafísica, de liturgia y de sillas gestatorias” y acabaron convertidos –en
relativamente corto tiempo- en aquella nación a la que le cupo el honor de ser
llamada “la hija mayor de la Iglesia”. Cuando
San Remigio llevó a Clodoveo, ya catecúmeno, a la catedral, el rey, fascinado
hasta casi la inconsciencia, le preguntó: “¿Ya
estamos en el cielo?” Si San Remigio le hubiera celebrado una misa al aire
libre, coram populo, en vernáculo y
bajo un árbol druida, tratándole de mostrar la continuidad entre la fe
cristiana y el “proyecto ancestral”
(sic), es decir, el paganismo (como fue la expresa intención –y con las mismas
palabritas- de los que implementaron la reforma litúrgica en África (Informationes Catholiques Internationales,
n. 577, p. 38, 15 de agosto de 1982, y n. 279, p. 7, 1 de enero de 1967, más
detalles en AMERIO, Romano, Iota Unum, cap.38.
). ; probablemente los resultados de su apostolado no hubieran sido tan entusiasmantes.
Citemos a José Carlos Mariátegui, que es
insospechable de cualquier prurito “ultraconservador”:” El catolicismo, por su liturgia
suntuosa, por su culto patético, estaba dotado de una aptitud tal vez única
para cautivar a una población que no podía elevarse súbitamente a una
religiosidad espiritual y abstractista. (…) "Los indios vibraban de
emoción –a este punto hace suyas las reflexiones de Emilio Romero - ante la solemnidad del rito católico.
Vieron la imagen del Sol en los rutilantes bordados de brocados de las casullas
y de las capas pluviales; y los colores del iris en los roquetes de finísimos
hilos de seda en fondos violáceos. Vieron tal vez el símbolo de los quipus en
las borlas moradas de los abates y en los cordones de los descalzos.”
Antes que nos preguntemos dónde anda la
liturgia suntuosa, las casullas, los
roquetes y las borlas moradas, es de destacar que los andinos –en una escala
aun mayor que la de los francos expuestos en cierta medida al contacto con el
Imperio Romano- no tenían ni media idea de metafísicas y sillas gestatorias. Pero mira tú cómo llegó la Iglesia a sus
corazones, no a pesar de las metafísicas, los símbolos y las sellas gestatorias,
sino precisamente debido a ellos.
Porque
la Iglesia, mi estimado amigo, es la levadura de los pueblos. Los eleva de la
barbarie y de la ignorancia; y así crea culturas y civilizaciones. ¿Qué se ha sacado con la inculturación de los últimos años? ¿Con el aggiornamento? ¿Con la juvenilización?
¿No habrá sido una mundanización y un empobrecimiento de la Iglesia, que
terminó por no agradar a nadie,
empezando por el mismo Dios, Nuestro Señor?
Para terminar con estos ejemplos, ¿te acuerdas
de la ceremonia del té, núcleo de la vida social japonesa? Pues el que la
compiló en su forma actual, Sen no Rikyu
(s.XVI) estaba casado con una católica y quedó hondamente impresionado por la
gestualidad sacral y silenciosa de la misa rezada (que no solo es en latín, sino en susurro) y de ahí extrajo influencias para la codificación de la ceremonia.
¡Mira tú qué “capacidad” para “evangelizar la cultura” tenía esa Iglesia, que
según la caricatura burda que algunos gustan de presentar, era una “bastilla
encerrada que negaba la salvación al resto de personas” o que “gritaba cosas
muy exactas en latín a la gente”!
¡Gritar
cosas muy exactas en latín a la gente!…No recuerdo cuándo haya hecho eso la Iglesia;
pero en el baúl de caricaturas todo cabe. Hace algún tiempo, dijo el Cardenal Ravasi, “ministro de cultura” de la Santa Sede, a raíz de la inauguración de una
obra pontificia dedicada al cultivo de la latinidad, la siguiente boutade: “Ante todo comencemos por pedir a los llamados “tradicionalistas” que retornen a estudiar el latín,
porque muchas veces ellos quieren que las misas sean en latín pero probablemente conocen poco la lengua.”
Al margen de que siempre es grato que a uno lo
inviten a aprender cosas valiosas, la candidez del Cardenal impresiona.
Candidez, digo, porque podríamos atribuirle cierta malicia, pero mejor no. No es necesario saber latín
para “querer que las misas sean en latín”, ni es imprescindible. Es
indiferente. Santa Rosa de Lima, San Martín de Porras, San Benito José de Labré (el mendigo santo de Roma) y un sinnúmero
de santos, analfabetos incluso, pudieron ser totalmente tradicionalistas (en el
sentido de “querer la misa en latín” y rechazar la Revolución en el orden
temporal) sin saber latín.
Porque ser “tradicionalista”
no significa tener un carisma especial re-evangelizador del
mundo, que sea una lectura más perfecta
del Evangelio (el peculiar “honor” de creerse eso –en confianza- corresponde más bien a los nuevos movimientos
eclesiales, que, hasta sus estrepitosas caídas, siempre reivindicaron un
no-sé-qué de adanismo y originalidad).
El “tradicionalismo” se resume en el siguiente
epigrama, común en la Francia de los 70s cuando la persecución arreciaba,
crudelísima e implacable, por parte de los obispos progresistas:
“Rezamos
como ustedes rezaban,
adoramos
como ustedes adoraban,
creemos
lo que ustedes creían,
defendemos
lo que ustedes defendían,
si
estamos equivocados,
ustedes
lo estuvieron”
¿Qué pasó, entonces? Vino la modernización por decreto autoritario y
empezó la guerra civil en la Iglesia que dura hasta el día de hoy. Pero eso lo
veremos más adelante.
Cabe recordar, querido amigo, que la lengua
latina fue usada por la Iglesia para la adoración a Dios en la liturgia y para
la reflexión filosófica, teológica y canónica. Pero en la lectura del evangelio
y la epístola en la misa, en la predicación (Santo Tomás de Aquino tiene
sermones en napolitano), en la difusión de la doctrina, en la apologética e incluso en la música y literatura de intención evangelizadora usó, promovió, estudió y difundió el
vernáculo. ¿A quiénes les debemos las gramáticas de los vernáculos más
extraños y aislados del mundo? ¿Del tupi,
del quechua, del tagalog, del iroqués? Pues a frailes contrarreformistas y
tridentinos, que jamás hubieran osado rezar el canon en español –ni aun por
“obediencia”-, pero que para todo lo demás (incluso deliciosos sainetes
teatrales barrocos o himnos marianos como el Hanaq Pachac) enriquecieron y convirtieron en lenguas literarias e
incluso científicas a las más intrincadas lenguas
del país.
Para citarte un ejemplo más contemporáneo:
Monseñor Lefebvre, como sabemos, estudió en el Seminario Francés de Roma,
dirigido por el Padre Henri Le Floch. Este Seminario era especial, porque se
hacía énfasis en la romanitá, lejos
de los pruritos jansenistas, galicanos y liberales que cíclicamente asomaban en
la Iglesia francesa. Esa formación, puramente escolástica y en latín –que sería
considerada ahora como una que no “apela” “a los dinamismos propios de la
persona humana” y que carece de una aproximación “antropológica y personalista”
a los “retos del mundo actual” para usar algunos de los eslóganes vacíos de
mayor curso ahora-, le permitió al padre Marcel, una vez ordenado y ya en
tierra de misión, aprender en poco tiempo fang, la lengua de Gabón, que según apunta un antiguo feligrés suyo en el
documental reciente sobre su vida, “hablaba
sin acento” y a la perfección.
Así que ni siquiera Monseñor Lefebvre –a quien podemos considerar
como un epítome de “lefebvrismo”- gritó “cosas muy perfectas” en latín a la
gente. Quizá sí en fang.
“Que
ningún innovador se atreva a escribir contra el uso de la lengua latina en los
sagrados ritos (...) ni lleguen en su engreimiento a minimizar en esto la
voluntad de la Sede Apostólica.” ¿Quién
fue el “lefebvrista” que dijo esto? Pues nada más ni nada menos que Juan XXIII
en la Encíclica Veterum Sapientia (1962)
¿Qué fue lo que ocurrió después? Bueno, eso da para mucho más.
Por último –demostrado como está ya que la
“silla gestatoria y los símbolos sagrados” en lugar de espantar a la gente, la
atraían y que eso de “gritar cosas muy perfectas en latín a la gente” es
totalmente inexacto- permíteme hacer una observación. Todas las cosas que mencionas, se restringen
al ámbito de lo accidental, importante,
pero accidental, porque si
aún estas tradiciones y doctrinas venerables espantaran a la gente,
seguirían siendo igual de defendibles, excelsas y gratas a Dios y por tanto
indignas de que cualquier “innovador en su engreimiento” quiera minimizarlas o
alterarlas.
¿No se puede dialogar? ¿De qué se
trata el diálogo? ¿No se corre el riesgo de quedarse encerrados negando a las
personas la salvación? ¿No tienen los no cristianos nada de verdad que se pueda
reconocer? ¿Debemos primero tratar de hacer que reconozcan sus errores para
después dialogar como si siempre y en todo tuviéramos razón? ¿Crees que alguien
dialogaría en esas condiciones?
Claro que se puede dialogar. Y para explicarnos de qué se trata esto del diálogo, nadie mejor que Sócrates, maestro de
la buena dialéctica (no la mala, que es la sofística), es decir, la mayéutica,
la labor de parto de la verdad. Precisamente la razón de ser del diálogo sería el
reconocimiento de los errores, pasar
de la doxa –la opinión vulgar, muchas
veces signada por la costumbre o la conveniencia- a la aletheia –la definición, la verdad, lo que algo es-. Un diálogo que
no apunte a la verdad no tiene razón de ser. Hasta cuando se habla del clima.
Los no cristianos pueden poseer algunas o
muchas verdades que se puedan reconocer. Pero
son verdades de razón natural, es decir, de índole filosófica. Verdades que puede poseer cualquier ser humano
por el uso de su razón, merced del hábito de los primeros principios y de la
sindéresis. En ese sentido, se puede y debe aprender mucho de toda sabiduría
auténtica donde quiera que haya aparecido. Pero, ¿cuál sería el sentido de un diálogo
interreligioso? ¿Qué verdades
religiosas pueden existir en las religiones falsas? Quizá solo como
rudimentos accidentales en medio de sistemas errados, donde incluso su
presencia es contraproducente y dañina, pues los vestigios de verdad en sistemas errados están oprimidos y como
esclavos del error, haciéndolo más insidioso en cuanto puede confundir a
desavisados y contribuir al indiferentismo en una sociedad ya de por sí
saturada de relativismo.
Esto no obsta a que nosotros, como laicos
particulares, y en el contexto de una conversación
cotidiana, podamos conversar de religión con gente acatólica, nunca
pretendiendo adecuar o edulcorar la verdad al gusto del marchante, sino viendo en su conversión un bien.
El
problema es cuando se hace del extraño
–y en verdad imposible- “diálogo
interreligioso” una “necesidad pastoral de nuestros días”, promovida y fomentada por las más altas autoridades eclesiásticas (¡los
maestros de la fe!) en circunstancias públicas y aparentemente magisteriales, en que
llegan en ocasiones a caer en gestos rarísimos o elogios a la perseverancia en
el paganismo, por citar un par de ejemplos.
Fue por su naturaleza ecuménica y
multirreligiosa que la Iglesia condenó a la masonería: “Entre
las causas muy graves que han inducido a nuestro predecesor Clemente XII, dice,
a prohibir y a condenar las dichas sociedades, y que han sido expresadas en la
Constitución más arriba mencionada, es la primera: que en estas clases de sociedades se reúnen hombres de toda religión y
de toda secta, lo que puede evidentemente traer los más graves daños a la pureza de la religión católica” (S.S.
Benedicto XIV, Constitución Apostólica Providas, 1751)
Podría alguien decir que esas condenas a las
reuniones interreligiosas son “muy antiguas” y que el mundo ha cambiado mucho
desde ese tiempo. Es cierto, ha cambiado para peor. El
indiferentismo y el relativismo han llegado a un extremo inimaginable en 1751.
Se llega a negar la naturaleza, la familia, la moral en sus fundamentos más
básicos. Por eso, si ha de variarse la condena, pues debería hacerse una mayor y más profunda.
Sin embargo, si queremos ver reparos más
recientes, pues me quedo con los de nuestro admirado Chesterton, con respecto a los encuentros
interreligiosos: “En una palabra, la
torpeza de un congreso de credos es que si se encuentran dos credos absolutos,
probablemente van a enfrentarse, y si no se enfrentan, no tiene mucho valor que
se hayan encontrado”. En Asís y en otras reuniones (repetidas a
miríadas, a nivel diocesano e incluso parroquial) se pretende acallar las diferencias y resaltar lo que pretendidamente
une a los credos en un sentido religioso, incluso llegando a la communio in sacris, condenada otrora.
Por último, remitámonos a la Encíclica Mortalium Animos (1928) de Pío XI, que
condena el diálogo interreligioso y el falso ecumenismo y cuya lectura es
siempre provechosa, especialmente en los tiempos que corren.
Podrías decirme que se puede trabajar con la
gente de otras religiones en pro de causas como la lucha contra el aborto, el
matrimonio homosexual y la inmoralidad pública. Se puede. Pero sería una colaboración en el ámbito cultural y político, no en el teológico ni mucho menos en el “interreligioso”.
¿O sacudimos las sandalias a quien no
se rinda ante lo que les decimos?
Quizá
te refieras aquí a temas como el celo amargo y el desprecio al prójimo. Nuevamente es un asunto importante, pero no doctrinal ni privativo de los
“tradicionalistas”. Prudentes e
imprudentes hay en todas partes. Tenemos, felizmente, el ejemplo de
Sócrates, modelo de prudencia en el diálogo: era, en ocasiones y siempre con
cortesía e ingenio, el tábano de Atenas, picando, cuestionando, ironizando, pero sin insultos ni alusiones personales.
Es interesante la anécdota que cuenta el
novelista inglés Maurice Baring sobre su primer encuentro con Hilaire Belloc,
personaje instrumental en su conversión. Era, me parece en alguna de esas
universidades fancy de Inglaterra, y
Belloc acababa de tener un debate público, de esos tan fecundos de aquellos
tiempos antes del “hug a tree and kiss a
whale” y absolutamente impensables en el Perú, donde hay un pacto infame de hablar a media voz,
como diría González-Prada, y otro pacto
infame de atacar desaforadamente al otro, como González-Prada, pero que no pasa por la costumbre del debate
lógico, con preguntas, moderador y público. Cosas de nuestro viejísimo y
preconciliar “agnoscatolicismo” funcional, gastronómico, convenencioso y amiguero.
El joven Baring, impresionado por la intensidad
y el ingenio de Belloc, se acercó a hablar con él y le expuso las razones de su
agnosticismo. ¿Quiso Belloc “rescatar las proposiciones del prójimo”? Simplemente
le dijo, con toda serenidad: “Si usted
piensa así, muy probablemente acabará yéndose al infierno”.
¿Qué pasó después? Luego de algún tiempo,
Baring sería recibido en el catolicismo. Y siempre recordaría
esa anécdota tan interesante, llegándole a escribir lo siguiente, mucho tiempo
más tarde, al “intolerante” Belloc: “I
realise and give thanks for the privilege of having known you; and be sure of
this, but for you I
should never have come into the Church: you were the lighthouse that showed me
the way, the beacon; and once I was there you remained a tower of strength in
times or moments of difficulty, and we both agree that that is the only thing
that matters.”
The only thing that matters.
Acusas al Papa Francisco de
dialoguismo ¿Cómo debería hacer su labor pastoral? Más allá de las cosas
discutibles o ambiguas que pudo decir o hacer ¿No hay en la ruptura con el Papa
un olor a sectarismo?
¿Qué es dialoguismo?
No tengo idea de lo que pueda ser y no recuerdo haberlo mencionado.
Acuso, eso sí, al Papa Francisco de relativismo filomodernista. Aunque ya lo
tratamos en otra ocasión, creo que es menester repetir ese punto y
contextualizar esta acusación.
Veamos una de las múltiples afirmaciones
innovadoras de la entrevista a La Civiltá
Cattolica:
“Un
cristiano restauracionista,
legalista, que lo quiere todo claro y
seguro, no va a encontrar nada.
La tradición y la memoria del pasado tienen que ayudarnos a reunir el valor
necesario para abrir espacios nuevos a Dios. Aquel que hoy buscase siempre
soluciones disciplinares, el que tienda a la “seguridad” doctrinal de modo exagerado, el que busca
obstinadamente recuperar el pasado perdido, posee una visión estática e involutiva. Y así la fe se convierte en
una ideología entre tantas otras. Por mi
parte, tengo una certeza dogmática: Dios está en la vida de toda persona. Dios
está en la vida de cada uno."
En medio de la confusión monstruosa que invade
a la Iglesia, en medio de la ignorancia religiosa que afecta a miembros de la
Iglesia, incluso a jerarcas, en medio de toda la turbulencia relativista y
deshumanizante de este mundo, el Papa se
niega a ofrecer seguridad doctrinal y soluciones disciplinares a los múltiples
escándalos y herejías.
La función de la autoridad papal es definir la
doctrina y gobernar la Iglesia, apacentando a las ovejas y protegiéndolas del
lobo, que es el Padre de la Mentira y de la Herejía. Por tanto, aquí pareciera
que el Papa anula y niega la función
papal que es precisamente dar seguridad doctrinal a los creyentes.
Además, con respecto a su aserción de que Dios está en la vida de toda persona, pues es
-como tantas otras cosas de este Papa- cierta
y falsa. Cierta, en cuanto que la gracia
actual puede llegar a cualquier
hombre, aun a un no bautizado. Pero es un don especial de Dios temporal y
pasajero, que mueve la inteligencia y la voluntad del hombre, que luego,
voluntariamente, elige. Falsa, en cuanto el pecado mortal expulsa a Dios del
alma y por tanto no está en la vida de toda
persona, por lo menos no en su vida presente (y el Papa usa el tiempo
presente). Cierta, en el viejo sentido
de mi manual escolástico, de que Dios está
presente en todas las cosas (incluidas las personas), por presencia, por potencia y por esencia. Falsa, en cuanto a la doctrina central de la nueva teología:
la confusión de orden natural y
sobrenatural, suponiendo el primero necesariamente al segundo; desde esta
perspectiva, el punto de la Gaudium et
Spes (22) en que se dice que Cristo "se ha unido de cierto modo a todo
hombre" se interpreta como que la
humanidad -creyente o no creyente, pía o impía- está salvada por el hecho mismo de ser humana y tomar conciencia de
ello; Dios mora en su vida y por eso
no podría condenarse. Esa es la conclusión a la que arriba el Cardenal Siri
al final de Gethsemaní, su libro
sobre la nueva teología, donde critica a De Lubac (cuyo nombre y figura es
evocada al inicio de esta entrevista): la
nueva teología lleva a una deificación del hombre. ¿Cuál es el sentido de la expresión del Papa? ¿El falso o el verdadero (que, dicho sea de paso, es de tal obviedad
para alguien con rudimentos en catecismo y filosofía que no tendría mucho
sentido decirla en una entrevista donde se revela todo un programa de
pontificado, además de una confesa “visión
dinámica y evolutiva)”? Yo creo que viendo
sus gestos (que son gestos voluntarios
e intencionales y expresan una visión del mundo), leyendo el resto de la
entrevista y la conversación con Scalfari y las múltiples perlas del libro “oficial” del Papa cuando era arzobispo
de Buenos Aires (elogio de los marxistas, críticas a las movilizaciones en
defensa de la familia, ataque a la tradición y defensa de ¡las utopías
abstractas!), podemos llegar a cierta conjetura verosímil. Pero nunca lo sabremos a ciencia cierta,
porque el Papa no nos querrá dar
""seguridades doctrinales" ni siquiera de su propio pensamiento
e intenciones, porque, como dice en la entrevista "El jesuita debe ser persona de pensamiento incompleto, de
pensamiento abierto" (sic). Y a esa frase tan ambigua y malsonante, el
Papa le llama "certeza
dogmática".
Dios dio a Pedro el Papado para que confirme y guarde a sus hermanos en la Fe.
No para que tengamos un enfant terrible
que se pase la vida haciendo travesuras
(obviamente si queremos hacer una interpretación
benignísima de sus dichos y actos, algo falsificadora) y que requiera que
otras autoridades de la Santa Sede -supongo que serán los Papas del Papa- lo interpreten y lo definan en sentido más
potable. Eso es grotesco.
Y eso que estamos acá hablando del "mejor
de los casos". Y respecto al mejor de los casos, me tomo la libertad de
transcribir una carta muy interesante del beato Pío IX, Per tristissima (1873), donde habla de los católicos liberales,
siempre dispuestos a retroceder al límite de lo "rectamente
interpretable" y aun así venderse como irreprochables: "Esta clase de gente es, sin duda alguna, más peligrosa y dañina que los enemigos declarados, porque sin
llamar la atención y sin, tal vez, ponerse en guardia, se prestan a las
maniobras de estos últimos. Por otra parte, manteniéndose de este costado del límite de opinión netamente
condenado, dan la impresión de una
irreprochable probidad doctrinaria y atraen a los imprudentes amantes de la
conciliación, engañando a la gente honesta que rechazaría un error declarado.
Es así como dividen los espíritus,
rompen la unidad y debilitan las fuerzas que deberían oponerse unidas al
adversario”.
Aun en
el mejor de los casos, estos dichos y hechos serían seriamente reprensibles. En
otros tiempos, donde no había twitter ni
redes sociales ni poderes anticristianos globales ni eterna tergiversación por
la estupidez contemporánea, el papa San
León Magno se dio cuenta de estos peligros, en carta a Proterio: “Porque los enemigos de la cruz de Cristo
nos acechan en todo, en las palabras y aun en las sílabas, no les demos la más ligera ocasión para que mientan diciendo que
concordamos con el sentir nestoriano.”
Asumes gratuitamente que señalar estas
circunstancias tan claras y evidentes es “una ruptura con el Papa”. Todo lo
contrario, es por amor al Papado y a la Iglesia que se deben señalar estas
cosas. Hasta el mismo Francisco, en su llamada telefónica al periodista tradicionalista Palmaro, le agradeció
por las críticas, diciendo que las necesitaba.
Por tanto, ni ruptura ni sectarismo.
¿No estás de alguna manera cebándote
en los errores de tu Pastor (tengo entendido que sigues en comunión con él)
corriendo el riesgo de escandalizar a los débiles? ¿O no es Francisco un Papa legítimo, elegido
por los Cardenales elegidos por el mismo Benedicto XVI? ¿No hay intervención
del Espíritu Santo en esta elección? Y si no la hay ¿La hubo en la de Pio XII,
Pio X, etc., que fue la misma modalidad? ¿Se equivocó esta vez Dios? Si es así
Dios no es Dios. Nada justifica posibles errores "materiales" del
Papa, eso queda claro pero ¿No sería prudente tal vez callarlos y esperar en
lugar de ver en cada gesto algo de masonería o cosas por el estilo?
La asistencia del Espíritu Santo a la Iglesia
es una verdad de fe. Y esa asistencia se da en toda la vida de la Iglesia. En
el caso del cónclave –que no es más que una forma jurídica particular de
elección papal, pues antes las hubo de variada forma- esa asistencia no se
manifiesta en una suerte de posesión “angélica” o arrebato carismático que
lleva a las personas a actuar sin libertad y de forma infalible. Como en todo,
somos siempre causas segundas. La
historia demuestra la forma cómo algunas personas, Papas legítimos, fueron
elegidos por motivos no tan angélicos ni tan espirituales (¿el nombre Marozia y
siglo de hierro no nos hacen sonar alguna campana?); cómo hubo Pontífices que no
estuvieron a la altura de su sagrado oficio, sea por inmoralidades o por no
haber defendido la fe, por coacción o espíritu de componenda. Vienen a la
memoria los casos de Liberio, que excomulgó a San Atanasio por defender la
ortodoxia y firmó el credo semiarriano de Sirmium, donde, ambigüedad de por medio, procuraba alcanzar una fórmula de consenso
con los arrianos; de Honorio, que contemporizó con los monoteletas, silenciando
y oprimiendo a San Sofronio, defensor de la Ortodoxia, y que, después de su muerte, sería excomulgado por el Papa San
León II, que no se arredró en anatemizar: “...también Honorio que no
ilustró esta Iglesia apostólica con la doctrina de la tradición apostólica,
sino que permitió por una traición sacrílega que fuese maculada la fe
inmaculada”. (Denzinger 563). Todo esto mientras el Espíritu Santo
asistía a la Iglesia.
Ahora, querido
amigo, considerar que por la existencia
de un Papa indigno pueda colegirse que Dios no es Dios, “porque se equivocó”,
es algo totalmente descabellado y pueril.
La Iglesia reza en
las letanías la siguiente invocación: “que te dignes conservar en la Santa
Religión al Señor Apostólico –el Papa- y a todos los órdenes de la
jerarquía eclesiástica”. Eso quiere decir que podría no ser así, podría un
Papa o un jerarca eclesiástico no conservarse en la Santa Religión.
Parece, por cierto
punto de tu pregunta, que estás de acuerdo conmigo en que Francisco en
ocasiones dice malsonancias o errores, pero que a lo mejor uno no es prudente y
debería callar estas cosas para no “escandalizar a los pequeños”. En este punto
me remito a la historieta que puse líneas arriba: no escandaliza el mensajero
sino el que comete el escándalo.
Y te pregunto: ¿no estaría mal que esos errores y
malsonancias sean repetidos por otras personas, sean seglares o sacerdotes? ¿No
redundarán los gestos desacralizantes en las ya de por sí muy desacralizadas
liturgias y parroquias del mundo? ¿No será aun ese efecto mucho más grave por
tratarse de una autoridad que debería enseñar, dar buen ejemplo y corregir los
abusos y herejías que a veces parecen rebasarnos y que se encuentran impunes e
incontestadas en su generalidad de un buen tiempo a esta parte? ¿No será, más
bien, un acto de caridad advertir a la gente que, por más que sea el Papa,
seguirlo en estos puntos sería incurrir en un error?
Decía Santo Tomás de
Aquino, basándose en su análisis del factum antioquenum “Habiendo peligro
próximo para la Fe, los prelados deben
ser argüidos incluso públicamente por los súbditos”. (Suma Teológica,
II-II, 33, 4-2). Cayetano va en el
mismo sentido: “Sería necesario resistir a un Papa que destruyera a la
Iglesia (…) De lo contrario, ¿por qué decir que la autoridad ha sido dada para
edificar y no para destruir (II Corintios, 13,10)? Contra un mal uso de la
autoridad, se emplearán los medios apropiados,
no obedeciendo en lo que está mal, no buscando agradar en ello, no
callándose al respecto, reprendiendo, invitando a las autoridades a hacer los
reproches necesarios, a ejemplo de San
Pablo y según su precepto” (De comparatione auctoritaris papae et
concilii, n. 412)
Desde San Pablo
hasta San Bruno de Segni, desde San Atanasio a San Norberto de Magdeburgo, no
han faltado quienes, por caridad, no vacilaron en enfrentarse a Papas dañinos,
exigiéndoles la defensa de la Fe y de
los derechos de la Iglesia.
Hablas de
“escandalizar a los débiles”. Al contrario, los débiles se escandalizan al ver cómo la traición, la herejía y el
relajamiento moral de clérigos, consagrados y religiosos se ha multiplicado en los últimos años,
en una situación de indisciplina no
vista, por lo menos, desde el Concilio de Trento, sin que ninguna medida sea
tomada o siendo las medidas tomadas absolutamente insuficientes; se
escandalizan y los “oficialistas” y “bien pensantes” no pueden explicarles qué
pasó, constreñidos como están por el
eslogan vacío y mundano de “estamos en el mejor tiempo de la Iglesia”
(Franciscus dixit) o en franca
negación. Pero –y eso lo digo por experiencia apostólica- cuando uno reconoce la crisis de la
Iglesia, la diagnostica y señala sus causas probables, el débil crece en la Fe,
que se hace sobrenatural, como la del Buen Ladrón, y reconoce en la Iglesia en
nuestros días, crucificada en medio de su Pasión, a la Iglesia de Cristo.
El mundano, el hombre carnal que se
alimenta de “éxitos” superficiales y palpables, jamás
podría hacerlo. Porque busca salvar siempre las apariencias. Y esas
apariencias lo llevarán probablemente a abrazar –Dios no lo quiera- a la Gran Iglesia de la Apariencia, que
irá emergiendo en los tiempos en que aparezca, en palabras de Donoso Cortés, “el
colosal Imperio demagógico, dirigido por
un plebeyo de satánica grandeza, que será el Hombre de Pecado”. (Carta al
Cardenal Fornari)
Lo que si he podido comprobar es el temor a escandalizar a los fuertes, pero a
los fuertes según el mundo. Varias personas –y eso lo sabes bien- piensan
en estos temas como los “tradicionalistas”, pero tienen miedo de decirlo
públicamente, porque temen el acoso y el insulto de los católicos bienpensantes,
que, a pesar de que el mundo todo colapsa, están ufanamente a cargo de algunas
estructuras económicas o administrativas de la Iglesia en nuestros países
latinoamericanos. Y así, estos fieles temen alzar la voz ante los abusos, por temor a
contristar a los dueños de la pelota. Ese miedo a “hacerse mala sangre” los lleva
a coincidir explícitamente con uno en lo privado, pero luego no sólo a callar en prudencia, sino a manifestar en público
lo contrario de lo que dicen privadamente. Eso se llama hipocresía. Pero su culpa es morigerada por el temor. Temor a
perder un status o amistades o a tener complicaciones económicas más serias,
pero temor al fin y al cabo.
¿Son sus gestos de caridad fingidos y
parte de la parafernalia mediática dentro de un programa de destrucción de la
Iglesia por dentro? ¿Tienen todas sus palabras un sentido mundanizante,
vulgarizante, plebeyista?
No lo sé. Tú me dirás. No sé por qué pero creo que por la manera de formular esta
primera pregunta, tú sabes ya la respuesta. Respecto de la segunda, es obvio que no todo
lo que dice necesariamente es mundanizante, vulgarizante o plebeyista. Cuando
dice algo mundanizante, vulgarizante y plebeyista, sus palabras tienen un
sentido mundanizante, vulgarizante y plebeyista. Cuando no dice algo así, pues
no. ¿Es tan difícil de comprender?
¿O nos hemos acostumbrado a las soluciones
geométricas, donde o todo es bueno o todo es malo, por defecto y decreto, sin ir a los casos particulares ni a la
demostración?
¿No está tratando de seguir, con sus
luces, muchas o pocas, la línea del Concilio Vaticano II y en comunión con su
antecesor (como lo muestra su primera encíclica)? ¿Es el Concilio Vaticano II
un error? Si lo es ¿Por qué este sí lo es y los anteriores no? ¿No tiene nada
de verdadero o de santo? ¿Es un error en sí mismo hablar de democracia? ¿La
libertad religiosa como se entiende en la Nostra Aetate es una herejía formal?
Nuevamente el espíritu geométrico. Como sabes,
el Concilio Vaticano II, fue un concilio pastoral, cuyo objetivo –expresado en Gaudet Mater Ecclesia el documento que
lo convocó-, fue aggiornar la Iglesia para poder así dialogar con el
hombre moderno. A primera vista puede parecer un poco extraño ese programa, pues la Iglesia siempre se aggiornó y
no tuvo necesidad ni de bombos ni de platillos ni de grandes partos de los
montes para hacerlo. Y la Iglesia de
1962 no era una bastilla vacía o un elefante blanco. Todo lo contrario:
bullían los seminarios de vocaciones, las iglesias con fieles, los movimientos
laicos, la militancia católica y la reflexión filosófica y cultural conocían
una libertad y un esplendor nunca antes vistos (y eso lo admitía el mismo
documento, al constatar que la Iglesia por fin vivía una época de relativa paz)
. Era la Edad del Diamante de la escolástica, con Gilson, Garrigou-Lagrange, Maritain,
De Konnick, Meinvielle. Habían vuelto a aparecer, después del siglo XVIII,
estados católicos en Europa Occidental, no solo nominales, sino con una
estructura política y social de índole contrarrevolucionaria y socialcristiana:
España y Portugal –cosa difícil de imaginar por los “progresistas” y los católicos
liberales del siglo XIX-. Las semillas
sembradas por el intransigente, ultramontano y antiliberal beato Pío IX
empezaban a dar fruto. Seguía habiendo pecado en el mundo, obviamente, y existían
corrientes disidentes dispuestas a tomar el control. Pero, en fin, dándole el
beneficio de la duda a esa extraña misión, la cosa no pintaba tan mal. ¿Qué fue
lo que desvió el Concilio, entonces?
En primer lugar, el Pacto de Metz, un evento histórico incontrovertible, que significó la negociación por parte del
Cardenal Tisserant, en representación de la Santa Sede, de un pacto con la Iglesia
Ortodoxa Rusa, para asegurar su participación a título de observadora en el
Concilio, con la condición de que no se condene el comunismo soviético. La
principal amenaza en aquel tiempo,
teniendo cautiva y perseguida a la iglesia en
Europa Oriental y Asia. La principal monstruosidad filosófica, política
y moral aparecida en el mundo desde el abrupto fin del Concilio anterior
(1871). Y la principal asamblea de la Iglesia universal después de esa fecha momento no dijo nada al respecto.
En segundo lugar, tenemos la destrucción de los esquemas de las
comisiones preparatorias, preparados con sosiego, tino y sana doctrina por
el Cardenal Ottaviani, que fueron echados literalmente a la basura, luego de la
extemporánea y antirreglamentaria intervención del Cardenal Liénart (Amerio la
llama con razón la “ruptura de la
legalidad conciliar”). Se prepararon nuevos documentos, esta vez bajo la
égida de famosos peritos como Rahner,
Congar y Küng, algunos de los cuales habían estado antes sancionados por
sospecha de ser adictos a la nueva teología. Pareciera que, al igual que ocurrió durante la Revolución Francesa, se
vaciaron las cárceles y los reos fueron puestos de jueces.
¿El resultado?
Una constitución como la Gaudium et Spes que, según un teólogo alemán,
que participó en el Concilio como perito, llamado Joseph Ratzinger, presenta
una "visión irreal del hombre",
"una descolorida visión de la
libertad humana", basada en una "lectura
ahistórica de la Escritura" y que en muchos lugares cae en una "total terminología pelagiana"
(cita de un ensayo de 1968, en Ratzinger's
Faith, de Tracey Rowland, p. 38, un encomiástico libro que no tiene nada de
tradicionalista, por una autora que
aparece frecuentemente en EWTN, tomé la cita de aquí) Que en el punto 12 lanza un quodammodo que está en la mesa y servidito
para ser malinterpretado por …¿quiénes? bueno, por los peritos neomodernistas
que allí lo pusieron. Que en el punto 22 revela un antropocentrismo que parece
contradecir implícitamente a Santo Tomás de Aquino ¡y a la misma Escritura!
Con respecto a la libertad religiosa, la
declaración conciliar que la promueve no es la Nostra Aetate (que también “tiene su historia”, horrorosa pero
menos grave) sino la Dignitatis Humanae.
Revisemos el magisterio previo. Cito al Padre Gleize:
“La
doctrina sobre la libertad religiosa, tal como se la presenta en el punto nº 2
de la Declaración Dignitatis
humanae contradice las enseñanzas de Gregorio XVI en Mirari vos y de Pío IX en Quanta cura, como así también
las del Papa León XIII en Immortale
Dei y las del Papa Pío XI en Quas primas. La doctrina sobre la Iglesia, tal
como se la presenta en el punto nº 8 de la constitución Lumen gentium contradice las
enseñanzas del Papa Pío XII en Mystici
corporis y Humani
generis. La doctrina sobre el ecumenismo, tal como se la
presente en el n° 8 de Lumen
gentium y el n° 3 del decreto Unitatis redintegratio, contradice las enseñanzas del Papa
Pío IX en las proposiciones 16 et 17 del Syllabus, los de León XIII en Satis cognitum, et los del Papa Pío XI en Mortalium animos. La
doctrina sobre la colegialidad, tal como se la presenta en el nº 22 de la
constitución Lumen gentium, incluyendo
el n° 3 de la Nota praevia, contradice
las enseñanzas del Concilio Vaticano I sobre la unicidad del sujeto del poder supremo
en la Iglesia de la constitución Pastor
Aeternus”.
Por lo menos aquí se abre un gran debate
totalmente legítimo. Por lo menos. Y gentes para nada caricaturizables como
tradicionalistas paranoicos que viven en cuevas, como monseñor Athanasius Schneider, obispo auxiliar
de Karaganda en Kazajistán y monseñor Brunero
Gherardini, canónigo de la Basílica de San Pedro y decano emérito de la
Facultad de Teología de Letrán, la universidad del Papa, han solicitado una clarificación solemne del Concilio, pues
ya quedó de sobra demostrado –para ellos- que el problema no es solamente la
mala interpretación sino los textos
mismos. Pero Roma hace oídos sordos.
Y eso hasta lo admitió el Cardenal Walter
Kasper en un artículo de este año en el Osservatore
Romano: la ambigüedad calculada con la que fueron redactados los
documentos. Ralph Wiltgen nos cuenta el testimonio del perito holandés
Schillebeeckx al respecto: “Ya en la segunda sesión, escribía el P.
Schillebeeckx, él le había dicho a un peritus en la Comisión
Teológica que lamentaba ver en el esquema [sobre la Iglesia] lo
que parecía ser la opinión liberal moderada sobre la colegialidad;
personalmente, él era partidario de la opinión liberal extremista. El peritus había
replicado: "nos estamos expresando de forma diplomática, pero después
del Concilio extraeremos las conclusiones explícitas del texto". (Edward
Schillebeeckx, De Bazuin, 23 de enero de 1965, en WILTGEN, El
Rin desemboca en el Tíber, p. 278 )
Te pregunto, mi estimado amigo, ¿no es un texto
de tales características una gigantesca
bomba de tiempo que fue sembrada para intentar convertir a la Iglesia, con
la excusa del aggiornamento, en una vaga religión filantrópica y
antropocéntrica?
Considerando todo lo que hemos reflexionado en
esta pregunta, pues a lo mejor tienes razón y
muchos de los problemas y malsonancias de Francisco podrían explicarse
por su intento de vivir el Concilio.
¿Se acabó la Iglesia en 1962? ¿O
sobrevive sólo en un pequeño rebaño de fieles a la tradición y la pureza de la
fe que no están en comunión con el Papa actual que sería un "hereje
material"?
Esta es la pregunta
más interesante de todas.
La Iglesia no se acabó, pero su reducción es
notoria. Y esa reducción no atenta contra el non praevalebunt. El mismo Cristo nos habla del pusillus grex y se pregunta si cuando
regrese hallará fe sobre la tierra. El mismo Paulo VI, en esos raptos proféticos
que en algunas ocasiones lo caracterizaron, llegó a decir que la Iglesia acabaría reducida a “un puñado de vencidos”.
El Cardenal Ratzinger, antes de ser elevado al
solio petrino, en Luz del Mundo, el libro-entrevista con Peter Seewald de 1997, habló también de la reducción
de la Iglesia a una “minoría creativa”.
A algunas personas este panorama no les gusta y se
escuchan voces: “¡Lejos de ti, Señor! ¡En ninguna manera esto te acontezca!”(San Mateo 16:2)
Porque, como lo dice el mismo Catecismo de
1992, la Iglesia, que es el cuerpo místico de Cristo, tendrá que padecer su
misma suerte: “La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de
esta última Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección
(cf. Ap 19, 1-9)”.
No hay Pasión sin
traición interna y venta al Sanedrín, ni abandono de los apóstoles –con excepción
de uno- ni negación de Pedro, ni desfiguración aparente, ni burlas de los que
dicen: ¡Tú que decías que podías reconstruir el templo en tres días! ni ego
vermis sum.
¿Serán estos tiempos los de la Pasión
final de la Iglesia o una prefiguración histórica de ésta? No lo sabemos. Pero –y
citando nuevamente a Paulo VI- es indudable que presenciamos la autodemolición
de la Iglesia, es decir, la autopersecución de la Iglesia. La Iglesia se
persigue a sí misma: una ideología antropocéntrica, la Iglesia de la
Publicidad, como la llamaba el Padre Julio Meinvielle, lucha contra la Iglesia
visible, la Iglesia única de Cristo, de la que forman parte todos los bautizados,
en la medida que sean fieles a Cristo. Y
es una lucha a muerte.
¿No ha pasado así muchas veces en la
historia (cátaros y joaquinitas por poner un par de ejemplos y no por el
contenido sino por el espíritu)? ¿No ha sido así con todas las sectas que han
pretendido ser la verdadera Iglesia de Cristo que habría sido traicionada por
la masa de fieles sin discernimiento? Ni retórica ni trampa, intento sólo hacer
preguntas sinceras.
No ha pasado. El espíritu es el concepto, el
contenido, ¿te referirás quizás a la apariencia? ¿a una similitud analógica? Porque podemos ver
que, si quitamos el espíritu, el contenido de esas herejías, la única similitud analógica que queda es que tanto el “tradicionalismo” como el
catarismo y el joaquinismo son “grupos de personas con doctrinas religiosas
determinadas”. Fuera de eso no veo ninguna otra.
El Commonitorio
de San Vicente de Lerins establecía como regla para discernir la fe ortodoxa de
las herejías: “En la Iglesia Católica hay
que poner el mayor cuidado para mantener lo que ha sido creído en todas
partes, siempre y por todos”. Los herejes,
por lo general y especialmente en
los dos casos que mencionas, son innovadores. Afirman que recién
ellos son los que verdaderamente
comprenden lo que antes estaba en figura, en símbolo burdo para la plebe no
iniciada. La gnosis, que de una u otra forma, siempre ha estado detrás de
toda herejía, busca difundir la idea de que el evangelio y la tradición son
mitos, cuyo verdadero sentido recién vendría a ser descubierto por ellos. Esta
gnosis, que guarda sugerentes similitudes con el sistema de Hegel, actualmente
pervive en el modernismo católico,
que ve en la doctrina
contrarrevolucionaria de la Iglesia, en la distinción entre gracia y naturaleza, en la inerrancia de las
Escrituras, en la necesidad de los sacramentos para la salvación, en el
gobierno monárquico de la Iglesia e incluso en la misma divinidad de Nuestro
Señor, no mentiras, sino tesis alegóricas (logos) que encerraban una verdad que solo con su confrontación
con la revolución moderna (naturaleza o
negatividad pura) pudo revelarse en su totalidad (espíritu), que en este
caso sería la dignidad y centralidad de
la humana, única criatura querida por Dios por sí misma. Ese sería el mensaje esencial de Cristo:
la dignidad de la persona humana y la creación de un Reino del Hombre, de paz
perpetua y bienestar utópico. Así, si
hay cátaros –como creo que los hay- se
encuentran entre los innovadores, muchos de los cuales, a pesar de incluso
ya casi no creer en Dios (i.e.: Hans Küng, Walter Kasper) se encuentran regularizados canónicamente y “en comunión” con la Iglesia.
Por otro lado, la identidad esotérica y carpocrática
o rasputiniana que caracterizó a los cátaros –esa santificación del pecado,
especialmente del carnal, visto como algo que ya no podía macular ni manchar a
los perfecti –líderes de la secta- y
que podía ser visto incluso como una forma de renuncia o de dominio de la voluntad- ha estado
presente en muchos grupos dentro de la Iglesia en los años posteriores al
Concilio. Bastaba inmolar unos granos de
incienso al Concilio, celebrar la misa nueva y andarse con discreción y había
carta blanca para toda clase de experimentos y anarquías Se habla incluso de
grupos de apariencia ortodoxa, con todos
los sellos y regularidades posibles, pero que practicaban secretamente ritos esotéricos orientales (i.e.: yoga), ocultándolos de los extraños, incluso de obispos y de enviados de
la Santa Sede. Marcial Maciel, notorio abusador sexual, bígamo y drogadicto,
manipulando ese elemento carpocrático pudo introducir en su
organización el culto a su personalidad incluso en individuos personalmente intachables y que conocían de sus prácticas,
pero que trataban de darles una
explicación “espiritual” (i.e.: el famoso permiso del Papa para los “masajes
terapéuticos”, las agresiones diabólicas que sufre todo gran santo o incluso la
delirante comparación del Fundador con los “patriarcas del Antiguo Testamento”
sometidos a dispensaciones). A diferencia de estos nuevos cátaros, que
comparten con los antiguos el esoterismo
y el “bajo materialismo” expresado en prácticas extravagantes o incluso
delictivas, en las congregaciones tradicionalistas no hay verdades bajo el
tapete ni esoterismos para iniciados,
todo lo que se cree se dice y se proclama sobre los techos, casi a gritos y a
todos los que lo quieran escuchar. Los escándalos de abusos sexuales y las
prácticas sistemáticas de humillación o manipulación mental (siempre ausentes de la formación
católica tradicional) no existen y se sigue la delicada forma cómo la Iglesia, especialmente a través de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio,
guio a las conciencias. Y esto no
porque sean precisamente ángeles de Dios, sino debido a que, sin el espíritu de
vértigo soberbio que ataca a tantos fundadores obsesionados con “inventar”
nuevas prácticas, aplican humildemente lo que siempre aplicó la Iglesia. Así que, no obstante de haberse visto muchas
cosas semejantes al catarismo en los últimos tiempos, no veo claramente cómo podría aplicarse este término a los “tradicionalistas”.
Líneas arriba hablé de cierto epigrama, que en
resumidas cuentas nos dice que todos
nuestros ancestros –si venimos de una familia católica- fueron “tradicionalistas” (i.e.: iban a
la misa tradicional, se santiguaban ante judíos, liberales y masones y creían
que fuera de la Iglesia no había salvación).
Alguien que quisiera refutar la enseñanza de ese epigrama podría decir que no comprendemos
que lo que pudo ser bueno antes ya no lo es ahora, porque vino el Concilio y sus
reformas y había que obedecerlas. Sería entonces un Nuevo Pentecostés que en sí mismo lleva la autoridad para realizar el mayor
cambio en el menor tiempo posible y en la más grande extensión geográfica de
toda la historia de la Iglesia, reemplazando el multicentenario despliegue
orgánico que la había caracterizado durante toda su historia con el cambio
inmediato, radical y revolucionario. Un
Nuevo Pentecostés que trae la Primavera de la Iglesia.
Creían los seguidores de Joaquín de Fiore en la inminencia de una nueva gran intervención directa de Dios en la historia, aun a pesar de que la Revelación ha terminado
con el último de los Apóstoles y de que Dios ha mandado a su Iglesia conservar
el depósito de la Fe, difundirla a los pueblos y administrar los sacramentos. Esa intervención sería la Era del Espíritu
Santo, pues la Era del Hijo –que fue la Edad de la Iglesia- llegaba a su
término. Muchas cosas que antes eran necesarias para la salvación, como los
sacramentos, ya no lo serían. Y ese Nuevo
Pentecostés inminente que fundaría la
nueva Iglesia perfecta y que iría más allá de la letra que mortifica (i.e.: las “seguridades doctrinales” y
los “restauracionismos”) donde ya los clérigos no serían los más importantes,
sino el pueblo de Dios, guiado por líderes con poderes carismáticos, que despertarían el amor universal en toda la
humanidad, será la era del amor universal y sin barreras y de la
perfecta y verdadera comprensión del mensaje de Cristo –que antes había estado
más o menos oscurecido-.
Veo analogías entre los joaquinitas y aquellos que, como única forma de justificar las
innovaciones que tiraron a la basura las tradiciones eclesiásticas católicas,
apelan a un Concilio divinizado que,
como un cataclismo carismático e ininteligible,
habría alterado la vida de la Iglesia, sin ninguna
justificación ni explicación posible
ni exigible.
Pero ninguna con los “tradicionalistas”, por lo menos no en la FSSPX o en la FSSP, instituciones que conozco personalmente.
Finalmente, mi estimado amigo, la historia dirá
exactamente qué ocurrió en estos tiempos tan confusos. No queda más que
encomendarse a la Santísima Virgen, que apareció en Fátima hace casi cien años,
consolándonos y alertándonos sobre los peligros que caerían sobre el mundo y la
Iglesia durante este siglo. Trayéndonos también
una gran esperanza: “Al final mi
Inmaculado Corazón triunfará”.
¡Quién sabe si no estamos ante los dolores de
parto de una época de esplendor!
Repitamos, pues, la hermosa antífona mariana
del Breviario: Gaude, Maria Virgo, cunctas haereses tu sola
interemisti in universo mundo! – ¡Alégrate María, que tú sola venciste a todas
las herejías del universo entero!
Que así sea.
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Ipsa conteret! |